14 de noviembre de 2005

Apropiaciones indebidas

El viernes pasado, 11 de noviembre, empezamos el padecimiento de los seminarios bibliográficos de nuestro curso de Bioética. Uno de los trabajos que se presentaron, hacia el final de las larguísimas tres horas y media de escuchar gente, habló del asunto de la criopreservación de embriones humanos, sus implicancias éticas y varias otras cosas relativas al tema. Una de esas "otras cosas" decía relación con la posición de la Iglesia Católica frente a esta problemática.

En una de las diapositivas que ilustraban este asunto, aparecieron dos citas derivadas de una exposición del Papa Juan Pablo II en un congreso, organizado por el Vaticano, para la discusión de la encíclica Evangelium Vitae y una serie de temas afines a ella. Me llamó poderosamente la atención una de esas citas, referida a la visión ética de la Iglesia respecto a la producción de embriones humanos por métodos industriales, de la que extractaré lo siguiente:

[la regulación ética de la actividad científica] «es una conquista de la civilización del Derecho».

No parece haber nada nuevo, ni tremendo, en estas palabras. Sin embargo, hay que hacer notar una cosa: en el año 380 d.C., Teodosio, Emperador de Roma, declaró al cristianismo la religión oficial del Imperio.

Hay fundamento suficiente como para asegurar que las bases fundamentales del Derecho, como lo conocemos hoy en la civilización occidental, tuvo su origen en los códices de la Lex romana, algún tiempo antes que Jesucristo hiciera su aparición en el mundo en su famoso establo, rodeado de animales y algo de bosta. Pero para efectos de este análisis, el nacimiento de Jesús no es más que un dato referencial desde el punto de vista histórico: lo importante es, de hecho, que el Derecho, en tanto disciplina que tiene por objeto generar un acuerdo social en torno a la dinámica de interacciones que se presentan en la sociedad, o bien, imponerlo según criterios de bien común (u otros bienes de corte más individual, en ciertos casos ilustres de la historia).

Volvamos a Teodosio. En el siglo IV d.C., este hombre de buen corazón hizo al Cristianismo la religión oficial de lo que quedaba del Imperio Romano. La fe cristiana había sido intensamente perseguida por el Imperio en tiempos de Jesús y sus apóstoles, y en ese sentido la proscripción y la clandestinidad se habían convertido en elementos identitarios de quienes profesaban el Pater Nostrum. Ya en tiempos de Constantino, empero, se manifestaba cierta inclinación a la tolerancia. Sin embargo, la adopción oficial del credo cristiano en el Imperio consolidó la institucionalización del Cristianismo como Iglesia con pretensiones de universalidad. Recordemos que le había sido encomendado a Pedro llevar la fe a Roma, y en el intento, el apóstol terminó crucificado cabeza abajo. La conjunción de estos factores, entonces, nos llevan al punto en la historia en que el Cristianismo-Iglesia adquiere mayor relevancia que la propia fe. La Iglesia asume, por mandato divino (del que no hay registro documental alguno), el protectorado de Europa –germen de la sociedad occidental moderna–, y en este sentido, también asume el control político y económico de la región. Dado el devenir histórico de la componente sociocultural europea, es evidente que, dada la influencia romana en los distintos pueblos que fueron conquistados por el Imperio, y considerando la influencia de la Iglesia y su insistente ánimo evangelizador con casa central en Roma, el origen de las estructuras sociales se encuentra impregnado de estos elementos, y por ende, la mecánica que moviliza los engranajes sociales, culturales, políticos y económicos de la Europa medieval y post-medieval también lo están.

No he dicho nada nuevo hasta ahora. Sin embargo, los antecedentes que he expuesto –muy vagamente– son la base de una hipótesis que no cuesta demasiado comprobar: la Iglesia, en su calidad de institución transversal al origen de la sociedad europea, ha tendido, en el tiempo, a adueñarse de la historia de occidente, totalizándola e en sí misma, de un modo autorreferente y egocéntrico. Los primeros atisbos de esto son identificables en las atrocidades cometidas en los monasterios medievales, lugares en los que se quemó sistemáticamente la obra de los grandes pensadores griegos y los textos científicos de la tradición árabe. No es poca cosa saber que la humanidad, actualmente, conoce menos de la mitad de la obra de Aristóteles por efectos de esta política eclesiástica. Si bien es cierto que todo es contextualizable desde el punto de vista histórico-cultural, es un hecho cierto que la Iglesia ha ejercido sistemáticamente el oscurantismo en la medida que la tecnología (o carencia de tecnología) se lo ha permitido.

Mención aparte merecen la propia época oscurantista y la actividad de la Santa Inquisición, especialmente considerando que no se limitó sólo a quemar brujas y científicos herejes durante el despertar del Renacimiento, es decir, cuando en Europa la gente empezó a pensar sin la ayuda divina de Dios. De hecho, existen registros que marcan el deceso del Tribunal a mediados del siglo XIX (!). En este sentido, la transgresión de los principios de la fe oficial se pagó caro, y obligó a que gente como Galileo fuese convencida de retractarse de sus revolucionarias observaciones, en las que demostraba que la Tierra no era el centro del universo, y que la cosa era más parecida a lo que describía Copérnico (cosa que también sería descartada tiempo después, pero era, a fin de cuentas, más verdad que la verdad eclesiástica). Tal afirmación, de un modo u otro, habría implicado que la Iglesia tampoco era el centro del universo, de manera que, en la perspectiva de los altos jerarcas vaticanos, Dios no sería más que un estafador de primera línea. El poder, entonces, era más importante (y lo sigue siendo).
El caso es que el sentido de apropiación histórica de la Iglesia Católica persiste, aún en nuestros agitados días de enfrentamiento entre barbarie y civilización. (En cualquier caso, creo que Dios no tiene responsabilidades que asumir en este cuento: dejémoslo fuera de la discusión, que ya harto trabajo tiene a cuestas). Que Juan Pablo II haya señalado que los códigos éticos que regulan la actividad científica son una «conquista de la civilización del derecho» me suena equivalente a que si hubiese dicho que tales códigos son una conquista del pensamiento occidental cuyo principio último se encuentra en la fe cristiana, entendiéndose entonces que la propia Iglesia habría de convertirse en madre universal de la ética y, también, del Derecho, lo que acaso es peor en la medida que la Iglesia ha intentado sostener un discurso ético a lo largo de su historia, proveniente de la propia fe en las enseñanzas de Jesucristo. Respecto al Derecho en tanto corpus de normas regulatorias para efectos del funcionamiento normal de la sociedad, en la historia del cristianismo no hay elemento alguno que siquiera semeje en proporción y magnitud lo alcanzado por la civilización romana, que a la sazón de los años no practicaba una fe inexistente, y que además, cuando ésta existió en efecto, persiguió y proscribió sistemáticamente.
Ante todo esto, lo único que puedo reclamar es que la propiedad de la historia no es exclusiva de ninguna institución. Por muy relevante que ésta haya sido, en efecto, en el transcurso del tiempo. Es evidente que a fin de cuentas los procesos históricos se componen de hechos objetivos, pero nuestra imposibilidad de hacer que el mapa y el territorio (en la concepción de Bateson y Watzlawick, teóricos de la comunicación) sean una unidad nos obliga a interpretar la realidad. Para esto disponemos de algunos elementos —como la razón y los sentidos—, pero es nuestra capacidad de creer o no creer (es decir, la fe) la que determinará en buena medida qué mapa elegiremos para interpretar el territorio que se nos presenta. La fe cristiana-católica ofrece un mapa bastante definido de lo que es la realidad y su componente histórica, mapa que a su vez es también interpretable desde una perspectiva algo más poética. En este sentido, me parece que ningún mapa —ni siquiera el suyo propio— muestra que la Iglesia (y no la fe católica) es el origen del Derecho en la forma en que lo he descrito, aunque sí es discutible que la forma actual de los códigos jurídicos occidentales han sido influenciados en su construcción y aplicación por la doctrina eclesial, particularmente en aquellos países en que la separación entre la Iglesia y el Estado no es del todo clara ni completa.
Un dato más, para terminar: Newton recibió su manzanazo en la cabeza en 1665. Este hecho, que determinó el desarrollo de las Leyes de la Gravitación Universal, ocurrió en Ínglaterra, país europeo en el que la influencia de la Iglesia ya no se podía considerar relevante para efectos de la estructuración social. Lutero había publicado sus 95 proposiciones de Reforma a la Iglesia en octubre de 1517, y luego de los dimes y diretes entre Roma y el monje alemán, que tuvieron su punto cúlmine en el Concilio de Trento de 1532, Lutero inició el movimiento protestante a la Iglesia de Roma. El protestantismo se extendió desde Alemania hacia los países sajones, y adoptó tempranamente la forma anglicana en Inglaterra. Bajo la óptica protestante, no había forma de que la Iglesia coartase el pensamiento científico y filosófico. Es probable que sea esta la razón por la que, a la postre, Inglaterra terminó barriendo con la hegemonía española en Europa, convirtiéndose así en la cuna de la Revolución Industrial y en la madre histórica del capitalismo, potencia global que a principios del siglo XX heredó a los Estados Unidos el carácter de dominatriz del planeta y su economía. Algo similar ocurrió en lo que actualmente es Alemania, regiones en las que el desarrollo de la filosofía y las artes alcanzaron máximos históricos, sin perjuicio de lo que devino a partir de la reunificación de fines del siglo XIX. Con todo lo que ambas cosas significan en nuestros días.

25 de octubre de 2005

Filosofía de la reforestación: el Transantiago en marcha

Me subí al Transantiago. Como cada lunes, las clases acabaron a las siete de la tarde, pero me quedé dando vueltas en la universidad un rato (mirando lugares parecidos a este), de modo que sólo salí del campus a eso de diez para las ocho. Algo de metro, y de releer una prueba en la que me fue bien. A veces me voy pensando en qué gastar el tiempo mientras me traslado, y concluyo que las opciones no son muchas: leer, estudiar, escribir. Todas ellas son actividades que excluyen la contemplación del entorno, que es lo que, en definitiva, suelo hacer cuando viajo en metro, hasta que el tren se sumerge en el subsuelo. No me gusta mucho mirar a la gente, pues suelo desesperar frente a cosas como las frivolidades que suelen ser parte de una conversación típica. (Yo también he sido partícipe de ellas –más bien observador, de esos que se ríen de las estupideces mientras, por dentro, arde un fuego de lanzallamas–, y en esos momentos siento que el mundo se está rasgando por la mitad justo en el lugar en que estoy parado).

En fin: este lunes me subí al Transantiago. Toda la perorata anterior es para configurar en el lector una cierta percepción del estado de ánimo normal que me invocan los traslados en el transporte público. No sé si extrañaré las carreras entre las micros, que –confieso– me gustaban y me provocaban terror al mismo tiempo. No sé si extrañaré el ruido espantoso de las cajas de cambios forzadas, que siempre me produjeron una mezcla extraña de asco, dolor y rabia. No sé si extrañaré la monotonía del color amarillo, contrastando con la selva de calcomanías y pegatinas que solían adornar las máquinas más pintorescas. En todo caso, siempre odié cuando reemplazaban las luces interiores normales por los tubos fluorescentes de color (recuerdo haber visto micros teñidas, total o parcialmente, de azul, verde y morado). No sé si extrañaré los ruidos de cada remache mal puesto, cada manija mal atornillada, cada ventana suelta.

He tenido la sensación generalizada de que la implementación del Plan Transantiago es algo parecido a una reforestación del parque vehicular de la locomoción colectiva de Santiago. Es sabido, o en último caso, se intuye: toda reforestación es un proceso lento, que requiere cuidados especiales y un trabajo de ingeniería de proporciones. Implica la selección de los ejemplares que se plantarán en reemplazo de los que fueron retirados, el debido cuidado mientras crecen, y luego la constante vigilia por la integridad del conjunto. Esto, en otras palabras, quiere decir que la primera etapa de este cambio –profundo, sustancial, necesario– debe ser de la manera en que ha sido, y por lo tanto exigir que el sistema funcione perfectamente desde el primer momento es una soberana estupidez: el cerebro de la gente (el ser humano, en general) es demasiado lento como para tolerar un cambio radical en la estructuración de su vida cotidiana, especialmente si la magnitud de tal cambio se ajusta a una escala en la que no sólo las trayectorias de desplazamiento se verán afectadas: cuando el Transantiago esté operando en plenitud, habrán cambiado las formas de pago, las tarifas, los recorridos, los paraderos, las calles, el metro, la ciudad toda.

Los buses nuevos son la octava maravilla del mundo. Lo único que les falta es una hueste de azafatas que pasen por toda su enorme longitud sirviendo refrescos y ofreciendo periódicos y revistas. El viaje es, por ahora, más lento, pero ello probablemente tiene que ver con el exceso de buses que circulan por las calles más que con el funcionamiento mismo del sistema: los buses no pueden abrir sus puertas en movimiento, de manera que la subida y bajada de la gente sólo ocurre cuando la máquina está completamente detenida (algo así como el Metro). Sin embargo, a ponerse en movimiento, la marcha es increíblemente suave, especialmente porque los motores Volvo, en general, son muy silenciosos. Son motores potentes, también: la capacidad de aceleración de la máquina es realmente notable.

Me sorprendí, en mi viaje, de dos cosas: la primera, el sistema neumático que sostiene la arquitectura de –al menos– los buses articulados actúa de manera tan sutil que sólo cuando miraba el piso de una de las puertas de bajada pude notar con claridad cómo el bus entero se levanta o desciende para igualar el nivel de la pisadera y el de la calle. Lo segundo que me sorprendió es, precisamente, la sorpresa de una niña que, apoyada en su asombro por quien parecía ser su abuela, contemplaba absorta el rodamiento central de la articulación del bus, que semeja un círculo grande en el medio del pasillo, flanqueada por el acordeón típico que recubre las estructuras mecánicas que otorgan flexibilidad a la máquina.

Pueden cometerse errores, evidentemente. Como conductor, he sufrido en carne propia los embates de las calles de la ciudad y sus “eventos” (hay que decir que Chile se ha convertido en la república de los eufemismos ridículos: llamar “evento” a un hoyo es como llamar “opinólogo” a cualquier idiota que habla estupideces en la televisión). Hoyos apoteósicos, dignos de la superficie de la luna, sobrepueblan las calles de Santiago sin resabio alguno de escrúpulos o ética: no existen hoyos ABC1, C2, o D. Sólo hoyos grandes, muy grandes y en paquetes de tres en uno. Algunos camuflados con sacos de arena; otros, ávidos de neumáticos y amortiguadores frescos. Es decir: las máquinas nuevas se deteriorarán mucho más rápido de lo presupuestado si, en dicho aspecto, las cosas no cambian luego. Siguiendo con las calles, pero dejando a un lado los hoyos, en general se ha visto que no todas las calles no están adaptadas para tolerar las dimensiones de los nuevos buses, en promedio más grandes (y mucho más grandes en el caso de aquellos articulados). Se vio por la televisión un operador algo complicado al intentar internar su máquina en una calle bastante estrecha; asimismo se han observado situaciones en que los buses articulados no han sido capaces de virar convenientemente en una esquina no apta para ellos.

En fin, el caso es que le tengo fe al Transantiago. Estoy seguro que es un cambio cualitativo y cuantitativo en el sistema de transporte público de Santiago; un cambio positivo, por cierto. Se requerirá más información en la medida que las sucesivas etapas entren a formar parte integral del sistema, especialmente cuando las nuevas líneas y extensiones del Metro estén operativas, y se hayan entregado las vías segregadas y la infraestructura de paraderos y estaciones de intercambio intermodal. Ahora será necesario, también, gestionar los recursos para reparar las calles, y de este modo evitar que el deterioro de las máquinas se acelere. Sin embargo, lo que me parece más importante es que la gente tenga tiempo y voluntad para adaptarse activamente a esto que podríamos llamar una “nueva filosofía” del transporte público, aceptando que habrá nuevas reglas que acatar, pero también muchos más beneficios que perjuicios. En este sentido, la adaptación activa significa estar dispuesto a ser agudos en el análisis: hay que denunciar lo que haya que denunciar y reclamar por aquello que lo amerite, pero también ver objetivamente aquellas cosas que funcionan bien, y pensar en soluciones para mejorar lo que, en el fondo y a pesar de estar en manos privadas, es un patrimonio de quienes habitamos esta ciudad de pobres corazones.

19 de septiembre de 2005

Termodinámica de la muerte

Abstract
Este artículo presenta los fundamentos termodinámicos que sostienen la espontaneidad de la muerte en los seres humanos. No nos hemos de referir a otras especies debido a la carencia de información empírica relevante. Con base en la ecuación deducida por Albert Einstein en 1905, se realizó un cálculo de la equivalencia energética del alma humana, sobre el que es posible afirmar que la muerte es un evento termodinámicamente favorecido, y por ende, espontáneo.


Definición de Energía en el Sistema Internacional de Unidades

En 1905, Albert Einstein dedujo la equivalencia masa-energía en la forma de la famosa ecuación:

E=mc²


En el Sistema Internacional de unidades (SI), la magnitud de una determinada energía se mide en Joule [J]. Sin embargo, en la ecuación de Einstein no resulta tan evidente, de manera que deduciremos la unidad de medida de energía utilizada, como paso previo al desarrollo de los conceptos que nos interesan. Para diferenciar la operatoria de magnitudes de la operatoria de unidades de medida, estas últimas se nomenclarán entre paréntesis rectos.

Considerando la ecuación de Einstein, ya conocida, es fácil ver que la energía E se obtiene como un producto de una masa m y el cuadrado de una determinada velocidad c, que corresponde a la velocidad de la luz en el vacío. En el SI, la masa m se mide en kilogramos [kg], mientras que la velocidad de un cuerpo cualquiera se mide como una razón entre la distancia recorrida por éste, en metros [m], y el tiempo que demora en recorrer dicha distancia, en segundos [s]; es decir, la velocidad se mide en [m/s]. Al operar algebraicamente la ecuación de Einstein con las unidades descritas, vemos que:

E=[kg][m/s

Lo anterior es equivalente a:


E=[kg][m²/s²]

Matemáticamente, la expresión antecedente puede reescribirse como:


E=[kg·m/s²][m]

En el SI, la unidad de fuerza es el Newton, [N], que equivale a [kg·m/s²]. De este modo, podemos decir que:

E=[N][m]

Se ha definido el Joule [J] como la unidad estándar de trabajo. Conceptualmente, la energía de un cuerpo se define como la capacidad de éste para realizar un cierto trabajo W. En términos matemáticos, el trabajo W se expresa como el producto de una cierta fuerza F por la distancia dx sobre la que dicha fuerza es ejercida. La operatoria algebraica de las unidades de fuerza y distancia, a partir de la relación W=F·dx, equivale a W=[N][m]. Entonces, deducimos que:

W=[N][m]=[J]

Dado que el trabajo W es análogo a la energía E, la unidad de energía que utilizaremos es el Joule.
Energía del alma humana

Experiencias ampliamente descritas han confirmado empíricamente que, en el preciso momento de la expiración, el cuerpo humano pierde una masa equivalente a 21,00 gramos. Este fenómeno permanece sin ser explicado por métodos científicos. Sin embargo, una aproximación holística sugiere, sobre la base de un conocimiento filosófico, que esta masa perdida por el cuerpo corresponde exactamente al peso del alma humana.

Se considera que el alma es el principio de animación del ser humano, y de todo cuanto posee vida. Por ende, es el principio que distingue de manera radical, taxativa y perentoria el mundo de lo vivo del mundo de lo esencialmente inerte. En el momento de la muerte, un cuerpo vivo pierde este principio de animación, convirtiéndose de este modo en un objeto íntegramente susceptible a las leyes físicas y químicas que explican los procesos de descomposición que suceden a tal evento.

Utilizando la ecuación de Einstein, y asumiendo como verdadera la hipótesis del peso del alma, es posible deducir cuantitativamente que ésta incorpora en sí misma un cierto principio energético de gran magnitud. Sabiendo que E=mc², consideramos la siguiente información:
  • m = 21,00 [g] = 0,021[kg]
  • c = 2,99×10^(8) [m/s]

Al reemplazar los valores de m y c en la ecuación de Einstein, obtenemos E = 1,88×10^(15) [J], es decir, el número 188 seguido de trece ceros: E = 1.880.000.000.000.000 [J]. En palabras, la cifra anterior es mil ochocientos ochenta billones de unidades energéticas (Joule).

Termodinámica de la muerte

El análisis de un fenómeno termodinámico requiere de la teoría de sistemas para definir algunos parámetros. De este modo, un sistema es una parte del Universo que representa, a nuestros ojos, un interés particular y especial. Por oposición, los alrededores del sistema corresponden a la parte del universo que no está contenida en el sistema.

Por otro lado, un proceso se dice espontáneo si su ocurrencia se ve energéticamente favorecida por una disminución de cierta magnitud termodinámica, la energía libre. Esta energía es distinta de lo que se denomina comúnmente como energía interna del sistema, la que corresponde a otra magnitud termodinámica de interés. Normalmente, las reacciones físicas, químicas, bioquímicas, etc., utilizan como patrón de espontaneidad los valores de energía libre, dado que ésta es una medida más directa del trabajo efectivo que puede ser realizado a través de dichas reacciones. Por ende, no carece de sentido asociar la energía interna de un sistema a aquella propiedad que lo mantiene íntegro.

Convendremos que una disminución de la energía libre, en general, implica una pérdida de energía por parte del sistema, el que cede esta energía a los alrededores toda vez que ella no se utilice para efectuar un trabajo. En nuestro caso específico, es necesario hacer una equivalencia entre la energía libre del proceso de fallecimiento y la energía interna del alma. Si consideramos que la muerte es un proceso termodinámicamente irreversible (es decir, que ocurre en un solo paso, en ausencia de equilibrio, y cuyas condiciones finales son estables), el sistema, que para el caso es el cuerpo humano, posee un exceso de energía interna que lo desestabiliza, ordenándolo constantemente e impidiendo que la materia que lo compone alcance su estado de mínima energía en el menor tiempo posible. Esta oposición organizadora se manifiesta, en términos bioquímicos, en la dinámica de incorporación de energía al sistema, mientras se encuentra vivo. Sin embargo, es sabido que los mecanismos celulares, que generan un orden superior a partir de elementos menos ordenados, utilizan intermediarios que desgastan la maquinaria bioquímica al punto de iniciar un proceso acelerado de desorganización que se manifiesta finalmente en la muerte, una vez que el sistema pierde más energía de la que puede incorporar.

La muerte, entonces, sobreviene en el momento en que el sistema sufre un colapso energético, que se expresa termodinámicamente en un proceso irreversible, infinitamente rápido, en el que la energía libre liberada a los alrededores es equivalente al valor de la energía interna del principio especial de animación de la materia viva, es decir, el alma. Para que este proceso sea termodinámicamente válido, debe ser adiabático, es decir, no debe haber transferencia de calor desde el sistema a los alrededores, lo que se comprueba experimentalmente. Esto no implica, empero, que luego de producido el deceso la temperatura del cadáver no pueda descender, fenómeno que también se observa en la realidad; esto ocurre debido a fenómenos químicos en los que progresivamente se alcanza un equilibrio dinámico (es decir, un estado de mínima energía) en los componentes físicos del sistema, pero que ya no son dependientes de la energía interna del principio de animación de la materia viva, sino exclusivamente de las leyes físico-químicas que gobiernan los fenómenos asociados a cuerpos inertes.

Conclusiones

De la exposición antecedente, se concluye que la ecuación de Einstein de equivalencia masa-energía es un modelo adecuado para interpretar termodinámicamente la muerte de un ser humano como un proceso espontáneo, es decir, energéticamente favorecido. El valor de la energía liberada por la muerte, es decir, la pérdida del alma de un individuo humano, calculado con valores determinados experimentalmente, se aproxima a 1,88×10^15 Joule; se deduce fácilmente la magnitud de la espontaneidad del fenómeno descrito. La muerte es, además, un proceso adiabático e irreversible; sin embargo, la disminución de la temperatura observada en un cadáver corresponde a un fenómeno de equilibrio químico que se alcanza progresivamente, con posterioridad a la muerte del sujeto, de modo que es un proceso independiente de la energía interna del principio de animación de la materia viva y que se rige exclusivamente por leyes físico-químicas.

13 de septiembre de 2005

Las manos heladas: crisis ambiental, legislación y educación para la interdisciplinariedad


Tengo las manos heladas. No sé hasta qué punto será normal esto de que las mañanas, a mediados de septiembre, aún nos abracen con temperaturas más propias de julio.

La reflexión cae por sí sola: desde hace por lo menos dos o tres años he venido percatándome de ciertos cambios, algunos más sutiles que otros, en el comportamiento climático de esta parte del planeta (y, por medio de las noticias, de otras). Las estaciones están desplazándose en el tiempo, no me cabe duda: hace diez años el verano empezaba marcadamente en diciembre, y poco a poco ha ido adelantándose. Un punto de referencia es la fecha en que sufrimos la primera máxima del año superior a los 30 °C, que el año pasado atacó a fines de octubre.



[Figura 1. Obtenida de Vision Learning. Concentración de CO2 atmosférico medido en estación Mauna Loa, Hawaii, USA.]


Que el calentamiento global, que las actividades industriales de alto impacto ecosistémico, que Estados Unidos y el Protocolo de Kioto. El hecho, ahora, es que Katrina, los tifones en Asia, y las réplicas del diluvio universal en Santiago nos dan un marco de referencia empírico para intentar dimensionar la magnitud de lo que está ocurriendo con el planeta desde hace unos cuantos años (digamos, desde 1850). Las gráficas son elocuentes al respecto, y —por fortuna— no son de tan difícil interpretación. Buscando en internet, lo que uno encuentra con mayor facilidad son gráficas que representan el aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera desde, aproximadamente, 1950-1960 (fig. 1). Vemos que la curva es sostenidamente ascendente, y pareciera que la tasa de cambio es relativamente constante en este período.


[Figura 2. Obtenida del Departamento de Medioambiente y Patrimonio del Gobierno Australiano. Niveles de CO2 atmosférico medido en núcleos de hielo (Etheridge et. al. 1989, 1996, 1998; Morgan et. al. 1997) y directamente en estación Mauna Loa, Hawaii, USA (Keeling et. al. 2002).]


Sin embargo, las gráficas más interesantes son las que muestran idéntica información, pero utilizando un marco temporal más amplio, digamos, desde el siglo X de nuestra era (fig. 2). En ellas, el contraste es dramático, y se observa con facilidad la magnitud del impacto que ha tenido la actividad industrial sobre una de las variables macroclimáticas más trascendentales de la biósfera.

La constatación de este fenómeno nos obliga a buscar una explicación en las políticas ambientales de los gobiernos del mundo, que han surgido como respuesta necesaria (pero aún insuficiente) ante las proyecciones que el calentamiento global y otras calamidades derivadas de la industrialización arrojan como cuasi-certezas de no-futuro para la humanidad. Es decir, lo que se está haciendo, lo que se intenta hacer y poner en práctica. Naturalmente, las políticas de Estado son simples derivadas de una función más macroscópica, que es el Estado en sí, y cuya variable es el gobierno de turno. Por lo mismo, el acto de derivación de la ecuación se transforma en la herramienta fundamental por la que los gobiernos hacen del Estado una institución con sentido para la ciudadanía. Esto se ve reflejado en los hechos concretos que, para beneficio o perjuicio del país, se perciben como productos de las leyes promulgadas, reformadas, derogadas, vetadas, etc., y que tienen un impacto relativo sobre la sociedad, impacto que a su vez tiene una réplica, generalmente amplificada, en los medios de comunicación.

Creo que, hasta cierto punto, todos estamos siendo un tanto estoicos al respecto, pues —con algunas excepciones— aún nos quedamos sentados mirando, por televisión, cómo los periodistas se limitan a informar sobre el hecho de la legislación en curso, como una suerte de dato anecdótico respecto a la actividad legislativa como tal y no precisamente sobre la materia sobre la que se legisla, y que para el caso que nos convoca (las políticas ambientales), es de la mayor importancia.

La responsabilidad de los medios en este ámbito es enorme, pero no mayor que la del Estado mismo, en tanto éste es el elemento central de una compleja red de retroalimentación cuyo resorte fundamental, a nivel de la sociedad, es la educación. De nada sirve discurrir, en términos de futuro, sobre las políticas ambientales emprendidas por el Estado en tanto la sociedad no se esté beneficiando de una educación a la medida de las expectativas del país. Y acaso éste sea un vértice del asunto, en la medida que la sociedad se encuentra en un estado cultural que considera como secundarias las expectativas colectivas y enfatiza el desarrollo individual hasta volverlo individualista. En esta dinámica sociocultural, los individuos no se transforman en ciudadanos, sino en meras estaciones repetidoras de un discurso oxidado, populista e intelectualmente degradante. Por lo mismo, es necesario incorporar al mecanismo de retroalimentación elementos renovadores y frescos, que sean capaces de captar el momentum de cada problema posible, y dirigir y enfocar la acción en el sentido adecuado. Naturalmente es necesario plantear esta perspectiva en el contexto de un fructífero diálogo interdisciplinario, pero éste sólo es posible en tanto la educación de los ciudadanos que lo practiquen hayan entregado las herramientas, conocimientos y destrezas necesarios para concretarlo.

10 de septiembre de 2005

Así son las cosas

Así se llama el último disco de Fito Páez: Moda y pueblo. No es que importe mucho, en todo caso; la cosa es otra. Esto de los blogs me sorprende (inevitable reflexión de entrada a la nación de la posmodernidad cibernética), al punto que dar vueltas por entre los sitios de gente como Mauricio Hofmann, Clara Szczaranski, Rafael Cavada o Ricardo Lagos (sí, el que viste y calza) me ha empujado a entrar a estas lides. No existe ningún resabio de adscripción a la moda de los blogs, pues uno debería ser consciente de que después de estas breves explosiones las cosas cambian, la curva pasa por su punto de inflexión y, entonces, la derivada se hace cero en el máximo; y luego viene Newton a poner las cosas en orden.

Pero lo de escribir no es tan nuevo. No sé si esto vendrá a reemplazar al
Fotolog, pero la idea es algo así como darme un tiempo, de vez en cuando, para pensar un poco. Siempre me ha parecido muy necesario. Lo es. He intentado poner el discurso en práctica, y quienes se han dado costalazos leyendo los enormes textos que hago pasar por pie de foto lo saben bastante bien. He leído a bastantes conocidos que se avergüenzan o que piden disculpas por escribir "demasiado", y a decir verdad no lo entiendo. Es, quizás, la aversión a leer: la más horrorosa de las patologías del planeta (fuera del calentamiento global), al menos en las regiones menos favorecidas por el intelecto y más seducidas por el mercado, es la alergia a la lectura. Nos quejamos de la educación, del Tercer Mundo, de nuestro eterno país-epígrafe ("en vías de desarrollo"; lea "Los idiotas de laboratorio" en Lo que dejó la ola, la columna de PM en Versión), pero es poca la gente que lee algo distinto a LUN.

(Tengo que hacer algunas excepciones con los columnistas que van siempre en el culo del diario, detrás de la sección Tiempo Libre, y que son la única razón por la que pagar $300 tiene algún sentido, fuera de la escasez de papel higiénico.)
Y bueno, así son las cosas. Pero hace ya tiempo que me aburrí del "es lo que hay". Así son las cosas, pero si el mundo se pudre es porque la gente se queda quieta. ¡Y sí, la ciencia nos ha confirmado que la Tierra, algún día, desaparecerá del Universo! Buena razón para decir que ya no hay nada que hacer. Cuando la gente piensa así es porque hay gobernantes que piensan así, que no firman los protocolos internacionales para disminuír la velocidad del calentamiento global, que dejan morir a la gente y esconden informaciones importantes. Nos queda tiempo, aún.
¿Voluntarios?