25 de octubre de 2005

Filosofía de la reforestación: el Transantiago en marcha

Me subí al Transantiago. Como cada lunes, las clases acabaron a las siete de la tarde, pero me quedé dando vueltas en la universidad un rato (mirando lugares parecidos a este), de modo que sólo salí del campus a eso de diez para las ocho. Algo de metro, y de releer una prueba en la que me fue bien. A veces me voy pensando en qué gastar el tiempo mientras me traslado, y concluyo que las opciones no son muchas: leer, estudiar, escribir. Todas ellas son actividades que excluyen la contemplación del entorno, que es lo que, en definitiva, suelo hacer cuando viajo en metro, hasta que el tren se sumerge en el subsuelo. No me gusta mucho mirar a la gente, pues suelo desesperar frente a cosas como las frivolidades que suelen ser parte de una conversación típica. (Yo también he sido partícipe de ellas –más bien observador, de esos que se ríen de las estupideces mientras, por dentro, arde un fuego de lanzallamas–, y en esos momentos siento que el mundo se está rasgando por la mitad justo en el lugar en que estoy parado).

En fin: este lunes me subí al Transantiago. Toda la perorata anterior es para configurar en el lector una cierta percepción del estado de ánimo normal que me invocan los traslados en el transporte público. No sé si extrañaré las carreras entre las micros, que –confieso– me gustaban y me provocaban terror al mismo tiempo. No sé si extrañaré el ruido espantoso de las cajas de cambios forzadas, que siempre me produjeron una mezcla extraña de asco, dolor y rabia. No sé si extrañaré la monotonía del color amarillo, contrastando con la selva de calcomanías y pegatinas que solían adornar las máquinas más pintorescas. En todo caso, siempre odié cuando reemplazaban las luces interiores normales por los tubos fluorescentes de color (recuerdo haber visto micros teñidas, total o parcialmente, de azul, verde y morado). No sé si extrañaré los ruidos de cada remache mal puesto, cada manija mal atornillada, cada ventana suelta.

He tenido la sensación generalizada de que la implementación del Plan Transantiago es algo parecido a una reforestación del parque vehicular de la locomoción colectiva de Santiago. Es sabido, o en último caso, se intuye: toda reforestación es un proceso lento, que requiere cuidados especiales y un trabajo de ingeniería de proporciones. Implica la selección de los ejemplares que se plantarán en reemplazo de los que fueron retirados, el debido cuidado mientras crecen, y luego la constante vigilia por la integridad del conjunto. Esto, en otras palabras, quiere decir que la primera etapa de este cambio –profundo, sustancial, necesario– debe ser de la manera en que ha sido, y por lo tanto exigir que el sistema funcione perfectamente desde el primer momento es una soberana estupidez: el cerebro de la gente (el ser humano, en general) es demasiado lento como para tolerar un cambio radical en la estructuración de su vida cotidiana, especialmente si la magnitud de tal cambio se ajusta a una escala en la que no sólo las trayectorias de desplazamiento se verán afectadas: cuando el Transantiago esté operando en plenitud, habrán cambiado las formas de pago, las tarifas, los recorridos, los paraderos, las calles, el metro, la ciudad toda.

Los buses nuevos son la octava maravilla del mundo. Lo único que les falta es una hueste de azafatas que pasen por toda su enorme longitud sirviendo refrescos y ofreciendo periódicos y revistas. El viaje es, por ahora, más lento, pero ello probablemente tiene que ver con el exceso de buses que circulan por las calles más que con el funcionamiento mismo del sistema: los buses no pueden abrir sus puertas en movimiento, de manera que la subida y bajada de la gente sólo ocurre cuando la máquina está completamente detenida (algo así como el Metro). Sin embargo, a ponerse en movimiento, la marcha es increíblemente suave, especialmente porque los motores Volvo, en general, son muy silenciosos. Son motores potentes, también: la capacidad de aceleración de la máquina es realmente notable.

Me sorprendí, en mi viaje, de dos cosas: la primera, el sistema neumático que sostiene la arquitectura de –al menos– los buses articulados actúa de manera tan sutil que sólo cuando miraba el piso de una de las puertas de bajada pude notar con claridad cómo el bus entero se levanta o desciende para igualar el nivel de la pisadera y el de la calle. Lo segundo que me sorprendió es, precisamente, la sorpresa de una niña que, apoyada en su asombro por quien parecía ser su abuela, contemplaba absorta el rodamiento central de la articulación del bus, que semeja un círculo grande en el medio del pasillo, flanqueada por el acordeón típico que recubre las estructuras mecánicas que otorgan flexibilidad a la máquina.

Pueden cometerse errores, evidentemente. Como conductor, he sufrido en carne propia los embates de las calles de la ciudad y sus “eventos” (hay que decir que Chile se ha convertido en la república de los eufemismos ridículos: llamar “evento” a un hoyo es como llamar “opinólogo” a cualquier idiota que habla estupideces en la televisión). Hoyos apoteósicos, dignos de la superficie de la luna, sobrepueblan las calles de Santiago sin resabio alguno de escrúpulos o ética: no existen hoyos ABC1, C2, o D. Sólo hoyos grandes, muy grandes y en paquetes de tres en uno. Algunos camuflados con sacos de arena; otros, ávidos de neumáticos y amortiguadores frescos. Es decir: las máquinas nuevas se deteriorarán mucho más rápido de lo presupuestado si, en dicho aspecto, las cosas no cambian luego. Siguiendo con las calles, pero dejando a un lado los hoyos, en general se ha visto que no todas las calles no están adaptadas para tolerar las dimensiones de los nuevos buses, en promedio más grandes (y mucho más grandes en el caso de aquellos articulados). Se vio por la televisión un operador algo complicado al intentar internar su máquina en una calle bastante estrecha; asimismo se han observado situaciones en que los buses articulados no han sido capaces de virar convenientemente en una esquina no apta para ellos.

En fin, el caso es que le tengo fe al Transantiago. Estoy seguro que es un cambio cualitativo y cuantitativo en el sistema de transporte público de Santiago; un cambio positivo, por cierto. Se requerirá más información en la medida que las sucesivas etapas entren a formar parte integral del sistema, especialmente cuando las nuevas líneas y extensiones del Metro estén operativas, y se hayan entregado las vías segregadas y la infraestructura de paraderos y estaciones de intercambio intermodal. Ahora será necesario, también, gestionar los recursos para reparar las calles, y de este modo evitar que el deterioro de las máquinas se acelere. Sin embargo, lo que me parece más importante es que la gente tenga tiempo y voluntad para adaptarse activamente a esto que podríamos llamar una “nueva filosofía” del transporte público, aceptando que habrá nuevas reglas que acatar, pero también muchos más beneficios que perjuicios. En este sentido, la adaptación activa significa estar dispuesto a ser agudos en el análisis: hay que denunciar lo que haya que denunciar y reclamar por aquello que lo amerite, pero también ver objetivamente aquellas cosas que funcionan bien, y pensar en soluciones para mejorar lo que, en el fondo y a pesar de estar en manos privadas, es un patrimonio de quienes habitamos esta ciudad de pobres corazones.

5 comentarios:

Luisa Ballentine dijo...

Ay, a mí el transantiago no me tinca. Me imagino mi viaje a Pedro Aguirre Cerda en unas calles que miden menos que mi dedo pulgar, donde las micros se rozan. Con los buses del transantiago no sólo se rozarán, hasta se correrán mano!!

Y el operador que chocó, pobre, pero igual LA CUESTIÓN GRACIOSA, POR DIOS!!!!!!!!

Como sea. Luisi no quiere micros nuevas.

Tomás dijo...

Me parece una muy buena idea. (Si conocieras a Alejo y Valentina, comprenderías que mi expresión es una humorada.)

Saludo...ø

Natilla dijo...

Hola Pato, paso a saludarte por estos lados...
Interesante tu comentario sobre el transantiago, a mi casa no llegan muchas de las micros verdes, pero desde la U al centro me han servido igual. Son más grandes y cómodas, pero su lentitud me agobia. Espero que tengas razón y que como todo proceso, eso mejore eventualmente.
Me gusta leerte, te encuentro razón en varios puntos, aunque mi fe en esta ciudad y su locomoción colectiva sea bastante escasa... creoq ue está bien que haya gente que sí la tenga.
Muchos saludos caballero, espero que esté bien, que se dé una vuelta por mi blog un día de éstos, que dé señales de vida, verlo un día de estos por ahí... en fin...

Findiun dijo...

Patricio, tu y tu fe en las cosas. Una cosa es cambiar la estructura del transporte urbano de santiago introduciendo modernos buses verdes y otra es cambiar la mentalidad del santiaguino promedio, que no soporta la lentitud del viaje, que disfruta con el interprete callejero y el heladero, solo recuerda los cobradores automaticos. Es facil cambiar las ciudades que sus respectivos habitantes.
Adios jovencito, y es mejor andar en bicicleta.

Anónimo dijo...

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