10 de diciembre de 2006

Resurreccionación

Ahora que se me acaba la universidad por este año (casi en contra de mi voluntad), sé que tengo que volver a mis raíces pensantes y escribidoras. Los cuestionamientos personales quedarán para los marrasquinos, pero tengo que acordarme de lo necesario que es apuntar algunas ideas sobre:

- el libro de Michelin
- la muerte de Pinochet (era que no)
- la poesía de los poetas o "ya no estamos para voces enormes"

- el Nobel 2006 de Fisiología (un poco atrasado)
- la paradoja ecológica en sus dos versiones:
  • a) los cursos de Ecología
  • b) los ecologistas y el ecologismo

- los chicos del FLA
- la muerte de Pinochet (ya dije esto, ¿no?)

Y cualquier cosa que surja. Nunca falta tema,

creo.

14 de marzo de 2006

Ventanas abiertas, ventanas cerradas

[o "La necesidad de corregir un texto poético"]
De una forma bastante natural para quien se inicia en el oficio poético, el novel escritor tiende a guardar celosamente sus obras, pequeños monumentos del arte literario, y defenderlas de toda crítica, por bien intencionadas que éstas puedan ser. Al poeta no le importa qué se diga de su texto: su argumento apunta a la pureza de los sentimientos, dado que la poesía siempre ha sido entendida como aquella forma de la literatura que se las ve con los torbellinos interiores de la existencia, en todos los ámbitos posibles. Bajo este prisma, el concepto que el poeta trata de esgrimir (sin mucha suerte) es que la modificación del más mínimo punto del poema implica un descomunal desaire a aquel motor primario del que surge la necesidad de poner por escrito tan noble efervescencia del alma. En otras palabras, corregir es deshonrar el sentimiento, mentir de manera flagrante y alevosa: la moción primaria de las fibras del espíritu —en palabras del poeta— se manifiesta y cristaliza en las palabras que fluyen sobre el papel, en una forma que está fuera del control de la razón, y que por tanto no puede someterse a cirugías ulteriores. Se infringiría una ley no escrita, pero comunicada de boca en boca (o de principiante en principiante, para ser preciso), que versa sobre la atrocidad que supone la corrección de un poema: vapulear y azotar la pureza del sentimiento expresado sin otro argumento que la estructuración formal.

No definiremos lo que es un poema, o un texto poético, pues sería un intento estúpido que, encima, restringiría el campo de acción de este argumento. Sin embargo utilizaremos el concepto de "poema" o de "texto poético" suponiendo la premisa clave y elemental de su contenido: ser una proyección del sentimiento que embarga a un hablante lírico, cualquiera sea su naturaleza, provenga o no del poeta. Y, cuidado, pues de lo antedicho se desprende una primera y arrolladora conclusión: el poema no es equivalente al sentimiento que expresa, sino sólo una suerte de vehículo que el hablante/poeta, en su libertad de tal, elige para el efecto de su canalización. Es decir, no existe una relación de identidad entre el texto poético y el sentimiento.
Ahora nos acercaremos a la problemática desde otra perspectiva, que dice relación con el objeto que convoca la existencia del poema: el sentimiento. No hay necesidad de profundizar en la esencia del sentimiento, en tanto podemos aproximar una definición hacia el concepto de construcción abstracta de fundamento racional o irracional, según el caso, que provoca una respuesta sistémica en el individuo, la que se manifiesta sobre la voluntad en un vuelco de la motivación e intencionalidad de los actos, hacia una dirección y sentido particulares, pero también abstractos. Esta aproximación nada dice de la moral implícita en el acto humano (es decir, su calidad de bueno o malo), sino que apunta hacia los elementos que caracterizan al sentimiento y que pueden ser observados por un tercero.
Todo indicaría, entonces, que estamos ante un concepto y no ante un objeto: el sentimiento trasciende la barrera de lo tangible. Pero, aún más, tampoco es un mero constructo derivado de la pura razón, en tanto ésta depende del lenguaje para construir sus productos. De modo que la clasificación del sentimiento como concepto es inapropiada, puesto que un concepto también requiere del lenguaje para existir como tal.
El lenguaje se reconoce como una herramienta que nace de la necesidad humana de establecer un sistema de convenciones con el objeto de organizar la convivencia, sea en grupos pequeños con pretensiones de autosuficiencia (como las tribus nómades de la antigüedad) o en grandes comunidades de individuos interdependientes, como la sociedad contemporánea, multicultural, globalizada y homogénea. En este sentido, el lenguaje surge como un código de común acuerdo, y que presenta la posibilidad de ser traducido a otros códigos según patrones establecidos de equivalencia semántica. Dado que el elemento cultural se deriva directamente del lenguaje, es imposible pensar en un proceso racional de comunicación que no haga uso de un código o lenguaje particular.
El texto poético, en tanto fruto de un proceso racional de comunicación, enmarcado en un contexto cultural específico, también hace uso del lenguaje para transmitir aquello que denominamos "sentimiento". Sin embargo el lenguaje, fuera de su funcionalidad en tanto código, se comporta como un elemento limitante, una suerte de matriz de la que ningún proceso racional puede escapar: el ser humano piensa sobre la base de un lenguaje conocido. Por ello, el texto poético, como construcción objetiva fundamentada en el lenguaje, está limitado a las fronteras de éste, y a lo que se pueda construir con él sin romper el delicado equilibrio que sostiene el proceso comunicativo.
Si regresamos al sentimiento, a su esencia, vemos que ya una definición con pretensiones de amplitud como la que hemos dado —intuitivamente, por cierto— es capaz de cercenar al menos parte de las posibilidades que surgen con sólo pensar en el concepto. Ya el propio lenguaje con el que intentamos describirlo colapsa ante la contradicción elemental: el sentimiento, dada su naturaleza metafísica, trasciende al lenguaje y lo rodea y cubre y abarca completamente, de manera que es a todas luces inútil intentar definir lo que en esencia es "indefinible". Inclusive en términos empíricos, el sentimiento cae en la paradoja de ser un "concepto indefinible": el individuo se ve imposibilitado de describir o definir lo que siente.
Al volver a situarnos en el poema, y en nuestra aproximación a definirlo como vehículo de canalización del sentimiento, apuntamos a una conclusión interesante: sea cual sea su estructura formal, el poema es un elemento objetivo que existe en función de un lenguaje, y que por lo tanto se enmarca en las limitaciones impuestas por éste. Sin embargo, en su esencia, el poema aspira a lo que en principio podríamos calificar de absurdo; ser un canal de comunicación de algo que no es abarcable en su totalidad por la materia que lo compone. En otras palabras, el texto poético trata de hacerse cargo de un sentimiento, utilizando un lenguaje limitado que no es ni con mucho suficiente para llevar a cabo dicha tarea de manera exitosa: es decir, el sentimiento es más grande que el poema.
Bajo este argumento, el poema queda reducido a una suerte de aproximación tangencial al sentimiento que intenta comunicar. Pero es importante no perder de vista que el objetivo fundamental de un poema es, precisamente, comunicar este sentimiento, aunque sea de la manera pobre y precaria en que lo hace. Sin embargo, es posible aumentar la precisión y la exactitud de la aproximación poética a través del proceso racional de corrección y pulimentación del poema. Si hemos concluído que el texto poético no es más que una aproximación semántica al sentimiento que el hablante trata de comunicar, un "poema en bruto", tal como lo plasma la tinta sobre el papel en primera instancia, es, al mismo tiempo, una "primera aproximación" al sentimiento que lo motiva. En este sentido, un simple análisis matemático indicaría que la probabilidad de que esta primera aproximación fuese la más "cercana" posible al sentimiento es de suyo casi inexistente. Tenemos, entonces, un poema defectuoso no por carencia de técnica ni exceso de bemoles estilísticos, sino porque una primera oportunidad "al desnudo" no puede considerarse, estadísticamente, un intento exitoso de comunicar el sentimiento. Es aquí donde opera la corrección, y donde su necesidad se hace evidente: la pulimentación del poema se convierte en el intento racional, voluntario y dirigido, por parte del poeta, de aproximarse cuanto sea posible a la esencia del sentimiento primigenio a través de la palabra poética. Para ello utiliza herramientas conceptuales que se enmarcan en el dominio del lenguaje, y que por ende pueden intervenir en la estructura del poema sin mayores complicaciones, con el objeto de eliminar los "defectos" que presenta el poema. Naturalmente no existe una limitante en términos de cuán extensivo puede resultar el proceso; el criterio de corrección se adquiere conforme el poeta cae en la cuenta de la necesidad de corregir, así como de su propia experiencia de lectura y relectura de los textos, necesaria para "aprender" a detectar aquellos elementos ausentes (los menos, en general) y aquellos que sobran (los más, generalmente).

Esta batería de argumentos demuestra —en mi opinión— la necesidad de corrección de los textos poéticos en tanto el poeta esgrima una mínima pretensión de honestidad. La corrección se transfigura, luego, en una herramienta para alcanzar una verdad que normalmente está escondida en cada poema, en cada texto poético. Por cierto, se trata de intentar abrir una ventana que permanece siempre cerrada, una ventana que da al mundo que configura cada poema: es tratar de reproducir un sitio geográfico con una escenografía óptima. El problema es que el escenógrafo sabe que su escenografía jamás logrará captar la sensación, la experiencia del sitio verdadero en su total integridad. Sin embargo, también sabe que existe una diferencia fundamental entre la geografía y la escenografía: el escenógrafo es dueño de esta última y, a diferencia del lugar geográfico, en la escenografía subyace, quizás inconscientemente, parte de aquella esencia única que le es propia, y que le otorga identidad y valor individual, es decir, lo que la hace única, irrepetible; un otro mundo, pero de ventanas abiertas.

5 de enero de 2006

Estoicismo de las sardinas



«Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los
otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas
y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios…»

Fray Rodrigo de Loaysa


Evidente. Si las cosas fuesen así, todo sería muy evidente. Tanto como para no pensar (o no querer pensar) en ello, diríase. No está tan claro que, en efecto, tal asunto importe demasiado. A quien le importe el cómo nos estamos dirigiendo desde el saludo de todos los días hasta la cátedra magistral, que dé un paso al frente y, en actitud de solemne resignación, se baje los pantalones y exponga su cruda humanidad.

Por supuesto, es una forma bastante cruda de ver las situaciones, y en cierto modo es una metáfora aplicable a muchísimas cosas que hoy, tiempos en que se habla mucho de nada y se dice nada de mucho, se esmeran en aparecer en algún periódico popular. La razón de este silencio puede estar en la rosa de los vientos como en un cartón del Kino. ¿No bastará con ser despiadado en algunas ocasiones? ¿No se es suficientemente despiadado con otras? Es en verdad difícil hilar un problema cuando se requiere tejerlo con todas las telas posibles. A quién le importe que en un programa de televisión de dudosa audiencia se intente conversar un problema real esgrimiendo mandobles y sablazos como ciego, que dé un paso al frente, y en actitud de solemne estoicismo, cubra su cabeza con lo primero que encuentre al alcance de las manos y reciba su dosis de piedras. Eso me recuerda a Huxley y aquél libro del que todos hemos, al menos, oído (cuidado, no hablo de escuchar) el título. Un trozo, por cierto, de aquella fantasía que era futurista en 1932 y hoy es una simple reminiscencia del reloj.

¿Qué niveles de importancia son estos? ¿A cuánto de cada palabra estamos prestando atención? Resulta impactante, por decirlo de una manera bastante sutil, que sea precisamente el estúpido estoicismo lo que termina transformándose en indiferencia. Pues todos somos algo estoicos. El estoicismo es virtud (o lacra, según el lente con que se mire) de mártires. ¿Hay mártires entre nos? Los puede haber, por cierto, pero en definitiva el mundo siempre ha girado en el mismo sentido, y hoy pareciera que el lastre de una humanidad que pretende abarcarlo todo es un simple síntoma que vaticina un futuro que no parece demasiado prometedor, al menos en términos idealistas. A nadie debería parecerle extraño que un adolescente contemporáneo como yo escriba sobre estas fatalidades que pueblan todas las esquinas, porque el adolescente contemporáneo es depresivo y fatalista y pesimista y cree que la única solución posible es el suicidio. Repetiré la pregunta: ¿Hay mártires entre nosotros? Es improbable que un estudio sistemático de la realidad nos dé la respuesta, porque nuestra realidad es hoy lo suficientemente huidiza como para filtrarse por todas las paredes, a través de todos los filtros. Un mártir de hoy puede ser aquél que, socrática y tozudamente, diga que no cuando todos dicen que sí. Un salmón cualquiera. El problema es que, por lo general, el salmón no cuenta con los osos que necesitan depredarlo depravadamente. Porque el sistema come salmones, al igual que los osos.

Cierto es, asimismo, que existen salmones un tanto más putrefactos que, a pesar de ser engullidos por estas bestias infames, son capaces de expandirse como un virus a través del excremento que la bestia expulsa, lo que no digiere, lo que es realmente trascendente del salmón. Una bestia no puede tragarse las ideas del salmón. Por fortuna. Por eso es que los salmones son mártires en potencia. No les importa que existan osos mientras existan fines, porque saben de los fines y no de los osos.

Ser salmón y no sardina: he ahí un estoicismo no pervertido por la corriente del río. Ser sardina es bastante más fácil: no hay que adaptarse al agua dulce, el alimento abunda y lo único que hay que considerar seriamente es la existencia de uno que otro estúpido depredador. El mar es entero de las sardinas. Su potencial estoicismo consiste precisamente en quedarse ahí, avanzando con los ojos vueltos atrás, ocupadas y preocupadas de nada, pues los depredadores existen, antes que en ningún otro lugar, en lo profundo de sus conciencias. Es un estoicismo que redunda en la indiferencia, porque es bastante dudoso que a una sardina realmente le preocupe llegar a un acuerdo con sus conflictos internos y consiga darle solución a algunos de ellos antes de que los mismos consigan convertirse en imágenes tan reales que terminen devorándolas. A las sardinas les importarían más los osos que el fin, si supieran algo de ellos. Creerían saber que los osos esto y los osos lo otro, pero a fin de cuentas terminarían siendo ellas sus propias bestias depredadoras, ellas mismas la génesis de sus miedos y frustraciones. Condenándose a sí mismas a tener miedo y a quedarse, a terminar confinadas en el océano sin saber que los horizontes nunca existen, porque se alejan a la misma velocidad a la que se avanza: ellas prefieren creer en horizontes que se alejen a la misma velocidad con la que se retrocede.

Eso es sólo una parte del problema. Lo de las sardinas y los salmones es simplemente un ejemplo para empezar a pensar que padecemos un espantoso déficit de mártires. Cuando murió Bolaño, hace unos meses atrás, recuerdo haber escrito que me era difícil darme cuenta que el mundo había empezado a sufrir una carencia endémica de héroes. Era una situación triste, y en efecto lo sigue siendo, pues a pesar de no haber leído todavía a Bolaño, uno siente que son personas como él las que se están muriendo y no las que efectivamente deberían morirse. Porque nadie tiene, además, el derecho de negarme desear la muerte de muchos, de negarme querer asesinar a más de alguien. Es cierto que puedo estar hablando desde la ignorancia más ignominiosa, pero prefiero ahogarme en un desconocimiento asumido antes que enterrarme bajo una arena tan movediza como la especulación vana y la pompa innecesaria. Prefiero reconocer ahora que estoy intentando volver a tomar el hilo conductor de estas líneas y veo que no me resulta sino un árbol. Es difícil.

Ahora bien, no creo que sea sólo este conflicto del salmón y la sardina, de la muerte innecesaria de Bolaño y la necesaria defunción de muchos otros. Hay un problema de comunicación. Ya lo he dicho: a quién le importe el cómo nos decimos las cosas, que confiese todos sus pecados y que no piense que va a doler porque, en efecto, no tendrá ninguna estructura fisiológica para sentir ningún dolor. Y dé su paso al frente. Si he de hablar de comunicación, entonces he de pensar en qué haré para hacer llegar estas ideas a todos los destinatarios posibles. Siempre hay peros, y el invitado de honor en esta oportunidad reza así: pero, ¿no será una fútil esperanza creer que todos los destinatarios posibles en verdad comprenderán y asimilarán lo que digo? Digo que lo digo, porque si no dijera que lo digo estaría dejando de decir que intento decir algo realmente digno de ser dicho. Y en verdad es una incertidumbre que no se queda quieta; se dedica a joderle a uno la existencia, rapiñando la tranquilidad de haber vomitado las ideas y los pensamientos. Con algún Alguien muy cercano hemos conversado largamente respecto al tema, en varias y variadas ocasiones. Nos entendemos perfectamente, él y yo (salvo cuando él desenvaina vocablos que no conozco). Pero sabemos —y he aquí nuestra secreta complicidad y nuestro cargo de conciencia— que si otro Alguien que no haya sido atravesado y consumido enteramente por nuestro sistema de convivencia (en el que, evidentemente, participan unos pocos Álguienes más) intenta ingresar en esta especie de confraternidad tribal, la reacción inmediata, si no es de total desconcierto, será de rechazo o, en el mejor de los casos, de interés zoológico; en nuestro medio y en otros ambientes un poco más alejados de nuestra circunscripción, es muy frecuente que se nos considere como bichos de terrario o especímenes exóticos, exclusividades de viejos excéntricos. Tal desolador panorama puede tener origen tanto en nuestra incapacidad de comunicarnos adecuadamente al momento de emitir nuestro discurso, como en el deseo del receptor de bloquear e impedir que tal discurso llegue hasta sus centros procesadores de última generación. Si todo esto es un problema de comunicación, si ambas partes estamos cayendo al inconmensurable vacío de un hoyo de golf, ¿por qué no hacemos algo en conjunto? ¿Por qué no enseñarle a las sardinas a nadar contra la corriente del río, a ver a los osos y a los otros depredadores? ¿Por qué no enseñarle a los salmones a desovar en el mar, por qué no invitarlos a sentirse encerrados en una lata de conserva?

Ahora bien, estos indios miserables, estas sardinas. Dejo la frase inconclusa a propósito de su miseria, de mi miserable actitud peyorativa. Resulta evidente que esto no es un ataque contra los pueblos indígenas de ningún lugar, y me perdonen las etnias aborígenes de este planeta por la herejía que supone utilizar tal denominación, aunque sea metafóricamente, para nombrar a esta raza de corderos encabritados y chúcaros. Las manos del pastor están tan presentes sobre sus cabezas, acariciándolos, sobándoles sus papadas lanudas y sus cuellos montañosos, que no son capaces de verlas sobre sus ojos, que es donde realmente les interesa estar. He citado, redundantemente, una cita que me causó una reacción en cadena. Al leer algo como Las venas abiertas de América Latina uno puede esperar cualquier cosa; la reacción en cadena se desmembra al momento de conjeturar algo más que la idea de una historia no contada, una historia que nos fue arrebatada por manos que nos soban el lomo y la papada. Nosotros, los que excavamos las grietas; nosotros, los que edificamos murallas a nuestro alrededor; nosotros, que nos incomunicamos para comunicar; nosotros somos tan víctimas de esta contemporaneidad como cualquier otro. Esos son los azotes que de pronto tienden a invadir la retina y a justificar este movimiento subrepticio de revolución intelectual. Porque, digámoslo con virulencia, es imposible no tener esperanzas. Claro está que para con algunos elementos el diagnóstico es lapidario, y son esos individuos que ni con cajones de vidrio estarían dispuestos a dejar ese camino fácil y despreocupado. Pero es imposible no tener esperanzas, pues cuando uno se siente algo más que una simple tuerca del mundo, todo puede ser posible: es cosa de abrir un poco los ojos. No creo que importe si somos pseudointelectuales, intelectualoides, pseudointelectualoides o gente común y silvestre, de esa que hasta se deja caer desde las ramas altas de los árboles. Alguien dijo por ahí que si carecemos de identidad es porque hemos dejado que nuestra identidad esté en los ojos del otro. Porque al quedar ciegos (recordemos, hay una mano que nos cubre) hemos cerrado los ojos en vez de volverlos hacia nosotros mismos. Es ahí cuando nos volvemos indios miserables, de aquellos a los que las manos del colono buscaban incesantemente para ahogarlo en el sistema de producción del latifundio, para exprimir todas sus fuerzas, para agotar su existencia. Porque nuestra miseria es el silencio que nos calla.

En este momento las sardinas y los salmones son un simple pretexto. Sigo intentando hilar estas ideas y sólo resultan espirales. Recuerdo aquellas caricaturas en que los locos aparecían con un espiral en cada ojo, evidenciando su estado. ¿Será que durante todo este tiempo nos ha sido negado el derecho a la demencia? Me cansaré de gritar en el vacío, pero no me cansaré de gritar. ¡Que hablen los poetas muertos! ¡Que nos ayuden a recuperar la conciencia perdida! ¡Que despierten de su modorra y nos despierten!

Al reconocerme salmón sólo aludo a que el mundo está lleno de sardinas. El problema no son las sardinas, sino los depredadores de sardinas. Los hay naturales, en efecto, pero hay embarcaciones factoría que surcan este océano de probabilidades en que nos encontramos, aquellos que procesan sardinas en masa y las enlatan y llevan a las estanterías de los supermercados para dejarlas en exhibición. ¿Quiénes son esas sardinas que, luego de años en que nadie ha mirado el fondo del mar para rescatarlas, se muestran derrotadas cuando se las rescata desde el fondo de una lata de conservas? Al reconocerme salmón no pretendo nada más que armar un escenario que me dé la oportunidad de decir algunas cosas. No dejaré de ser quien soy si lo hago. Y eso es lo que me importa: nada de ríos ni aguas dulces, ni osos predadores ni huevos que dejar en lo alto de los cauces, pues todo viene desde arriba. Hasta los dioses vienen desde arriba. Pero esas creencias populares sólo otorgan autoría a la tarea de la continua creación y destrucción del mundo, no la dignifican. Y esto no porque no quieran hacerlo, sino porque no es su objetivo. No discutiré ahora tales propósitos, pero sí dejaré abierta la puerta para que algún otro salmón desove aquí. Y si es una sardina, me olvidaré de la existencia del resto del mundo e iremos juntos a tomar café a la esquina más próxima.

Que todo venga desde lo alto no significa nada. Las palabras, los ejes fundamentales de nuestra coexistencia no vienen precisamente desde arriba. Vienen desde dentro. Y ése es el problema: la estupidez, el silencio, el estoicismo, todos vienen desde dentro. Hay algo, entonces, que ha empezado a pudrirse, y no es el cielo, porque el cielo está arriba. Es aquello que no vemos porque está dentro, porque estamos ciegos, porque hemos decidido no voltear los ojos; hemos decidido seguir mirando la palma de la mano que nos soba el lomo y la papada, la mano que nos mantiene quietos, que nos inocula el silencio. Hemos decidido esperar, pacientemente, un tren que nos lleve a ninguna parte.

[24 agosto 2003]