
En una de las diapositivas que ilustraban este asunto, aparecieron dos citas derivadas de una exposición del Papa Juan Pablo II en un congreso, organizado por el Vaticano, para la discusión de la encíclica Evangelium Vitae y una serie de temas afines a ella. Me llamó poderosamente la atención una de esas citas, referida a la visión ética de la Iglesia respecto a la producción de embriones humanos por métodos industriales, de la que extractaré lo siguiente:
[la regulación ética de la actividad científica] «es una conquista de la civilización del Derecho».
No parece haber nada nuevo, ni tremendo, en estas palabras. Sin embargo, hay que hacer notar una cosa: en el año 380 d.C., Teodosio, Emperador de Roma, declaró al cristianismo la religión oficial del Imperio.
Hay fundamento suficiente como para asegurar que las bases fundamentales del Derecho, como lo conocemos hoy en la civilización occidental, tuvo su origen en los códices de la Lex romana, algún tiempo antes que Jesucristo hiciera su aparición en el mundo en su famoso establo, rodeado de animales y algo de bosta. Pero para efectos de este análisis, el nacimiento de Jesús no es más que un dato referencial desde el punto de vista histórico: lo importante es, de hecho, que el Derecho, en tanto disciplina que tiene por objeto generar un acuerdo social en torno a la dinámica de interacciones que se presentan en la sociedad, o bien, imponerlo según criterios de bien común (u otros bienes de corte más individual, en ciertos casos ilustres de la historia).
Volvamos a Teodosio. En el siglo IV d.C., este hombre de buen corazón hizo al Cristianismo la religión oficial de lo que quedaba del Imperio Romano. La fe cristiana había sido intensamente perseguida por el Imperio en tiempos de Jesús y sus apóstoles, y en ese sentido la proscripción y la clandestinidad se habían convertido en elementos identitarios de quienes profesaban el Pater Nostrum. Ya en tiempos de Constantino, empero, se manifestaba cierta inclinación a la tolerancia. Sin embargo, la adopción oficial del credo cristiano en el Imperio consolidó la institucionalización del Cristianismo como Iglesia con pretensiones de universalidad. Recordemos que le había sido encomendado a Pedro llevar la fe a Roma, y en el intento, el apóstol terminó crucificado cabeza abajo. La conjunción de estos factores, entonces, nos llevan al punto en la historia en que el Cristianismo-Iglesia adquiere mayor relevancia que la propia fe. La Iglesia asume, por mandato divino (del que no hay registro documental alguno), el protectorado de Europa –germen de la sociedad occidental moderna–, y en este sentido, también asume el control político y económico de la región. Dado el devenir histórico de la componente sociocultural europea, es evidente que, dada la influencia romana en los distintos pueblos que fueron conquistados por el Imperio, y considerando la influencia de la Iglesia y su insistente ánimo evangelizador con casa central en Roma, el origen de las estructuras sociales se encuentra impregnado de estos elementos, y por ende, la mecánica que moviliza los engranajes sociales, culturales, políticos y económicos de la Europa medieval y post-medieval también lo están.
No he dicho nada nuevo hasta ahora. Sin embargo, los antecedentes que he expuesto –muy vagamente– son la base de una hipótesis que no cuesta demasiado comprobar: la Iglesia, en su calidad de institución transversal al origen de la sociedad europea, ha tendido, en el tiempo, a adueñarse de la historia de occidente, totalizándola e en sí misma, de un modo autorreferente y egocéntrico. Los primeros atisbos de esto son identificables en las atrocidades cometidas en los monasterios medievales, lugares en los que se quemó sistemáticamente la obra de los grandes pensadores griegos y los textos científicos de la tradición árabe. No es poca cosa saber que la humanidad, actualmente, conoce menos de la mitad de la obra de Aristóteles por efectos de esta política eclesiástica. Si bien es cierto que todo es contextualizable desde el punto de vista histórico-cultural, es un hecho cierto que la Iglesia ha ejercido sistemáticamente el oscurantismo en la medida que la tecnología (o carencia de tecnología) se lo ha permitido.
Mención aparte merecen la propia época oscurantista y la actividad de la Santa Inquisición, especialmente considerando que no se limitó sólo a quemar brujas y científicos herejes durante el despertar del Renacimiento, es decir, cuando en Europa la gente empezó a pensar sin la ayuda divina de Dios. De hecho, existen registros que marcan el deceso del Tribunal a mediados del siglo XIX (!). En este sentido, la transgresión de los principios de la fe oficial se pagó caro, y obligó a que gente como Galileo fuese convencida de retractarse de sus revolucionarias observaciones, en las que demostraba que la Tierra no era el centro del universo, y que la cosa era más parecida a lo que describía Copérnico (cosa que también sería descartada tiempo después, pero era, a fin de cuentas, más verdad que la verdad eclesiástica). Tal afirmación, de un modo u otro, habría implicado que la Iglesia tampoco era el centro del universo, de manera que, en la perspectiva de los altos jerarcas vaticanos, Dios no sería más que un estafador de primera línea. El poder, entonces, era más importante (y lo sigue siendo).