«Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los
otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas
y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios…»
Fray Rodrigo de Loaysa
Evidente. Si las cosas fuesen así, todo sería muy evidente. Tanto como para no pensar (o no querer pensar) en ello, diríase. No está tan claro que, en efecto, tal asunto importe demasiado. A quien le importe el cómo nos estamos dirigiendo desde el saludo de todos los días hasta la cátedra magistral, que dé un paso al frente y, en actitud de solemne resignación, se baje los pantalones y exponga su cruda humanidad.
Por supuesto, es una forma bastante cruda de ver las situaciones, y en cierto modo es una metáfora aplicable a muchísimas cosas que hoy, tiempos en que se habla mucho de nada y se dice nada de mucho, se esmeran en aparecer en algún periódico popular. La razón de este silencio puede estar en la rosa de los vientos como en un cartón del Kino. ¿No bastará con ser despiadado en algunas ocasiones? ¿No se es suficientemente despiadado con otras? Es en verdad difícil hilar un problema cuando se requiere tejerlo con todas las telas posibles. A quién le importe que en un programa de televisión de dudosa audiencia se intente conversar un problema real esgrimiendo mandobles y sablazos como ciego, que dé un paso al frente, y en actitud de solemne estoicismo, cubra su cabeza con lo primero que encuentre al alcance de las manos y reciba su dosis de piedras. Eso me recuerda a Huxley y aquél libro del que todos hemos, al menos, oído (cuidado, no hablo de escuchar) el título. Un trozo, por cierto, de aquella fantasía que era futurista en 1932 y hoy es una simple reminiscencia del reloj.
¿Qué niveles de importancia son estos? ¿A cuánto de cada palabra estamos prestando atención? Resulta impactante, por decirlo de una manera bastante sutil, que sea precisamente el estúpido estoicismo lo que termina transformándose en indiferencia. Pues todos somos algo estoicos. El estoicismo es virtud (o lacra, según el lente con que se mire) de mártires. ¿Hay mártires entre nos? Los puede haber, por cierto, pero en definitiva el mundo siempre ha girado en el mismo sentido, y hoy pareciera que el lastre de una humanidad que pretende abarcarlo todo es un simple síntoma que vaticina un futuro que no parece demasiado prometedor, al menos en términos idealistas. A nadie debería parecerle extraño que un adolescente contemporáneo como yo escriba sobre estas fatalidades que pueblan todas las esquinas, porque el adolescente contemporáneo es depresivo y fatalista y pesimista y cree que la única solución posible es el suicidio. Repetiré la pregunta: ¿Hay mártires entre nosotros? Es improbable que un estudio sistemático de la realidad nos dé la respuesta, porque nuestra realidad es hoy lo suficientemente huidiza como para filtrarse por todas las paredes, a través de todos los filtros. Un mártir de hoy puede ser aquél que, socrática y tozudamente, diga que no cuando todos dicen que sí. Un salmón cualquiera. El problema es que, por lo general, el salmón no cuenta con los osos que necesitan depredarlo depravadamente. Porque el sistema come salmones, al igual que los osos.
Cierto es, asimismo, que existen salmones un tanto más putrefactos que, a pesar de ser engullidos por estas bestias infames, son capaces de expandirse como un virus a través del excremento que la bestia expulsa, lo que no digiere, lo que es realmente trascendente del salmón. Una bestia no puede tragarse las ideas del salmón. Por fortuna. Por eso es que los salmones son mártires en potencia. No les importa que existan osos mientras existan fines, porque saben de los fines y no de los osos.
Ser salmón y no sardina: he ahí un estoicismo no pervertido por la corriente del río. Ser sardina es bastante más fácil: no hay que adaptarse al agua dulce, el alimento abunda y lo único que hay que considerar seriamente es la existencia de uno que otro estúpido depredador. El mar es entero de las sardinas. Su potencial estoicismo consiste precisamente en quedarse ahí, avanzando con los ojos vueltos atrás, ocupadas y preocupadas de nada, pues los depredadores existen, antes que en ningún otro lugar, en lo profundo de sus conciencias. Es un estoicismo que redunda en la indiferencia, porque es bastante dudoso que a una sardina realmente le preocupe llegar a un acuerdo con sus conflictos internos y consiga darle solución a algunos de ellos antes de que los mismos consigan convertirse en imágenes tan reales que terminen devorándolas. A las sardinas les importarían más los osos que el fin, si supieran algo de ellos. Creerían saber que los osos esto y los osos lo otro, pero a fin de cuentas terminarían siendo ellas sus propias bestias depredadoras, ellas mismas la génesis de sus miedos y frustraciones. Condenándose a sí mismas a tener miedo y a quedarse, a terminar confinadas en el océano sin saber que los horizontes nunca existen, porque se alejan a la misma velocidad a la que se avanza: ellas prefieren creer en horizontes que se alejen a la misma velocidad con la que se retrocede.
Eso es sólo una parte del problema. Lo de las sardinas y los salmones es simplemente un ejemplo para empezar a pensar que padecemos un espantoso déficit de mártires. Cuando murió Bolaño, hace unos meses atrás, recuerdo haber escrito que me era difícil darme cuenta que el mundo había empezado a sufrir una carencia endémica de héroes. Era una situación triste, y en efecto lo sigue siendo, pues a pesar de no haber leído todavía a Bolaño, uno siente que son personas como él las que se están muriendo y no las que efectivamente deberían morirse. Porque nadie tiene, además, el derecho de negarme desear la muerte de muchos, de negarme querer asesinar a más de alguien. Es cierto que puedo estar hablando desde la ignorancia más ignominiosa, pero prefiero ahogarme en un desconocimiento asumido antes que enterrarme bajo una arena tan movediza como la especulación vana y la pompa innecesaria. Prefiero reconocer ahora que estoy intentando volver a tomar el hilo conductor de estas líneas y veo que no me resulta sino un árbol. Es difícil.
Ahora bien, no creo que sea sólo este conflicto del salmón y la sardina, de la muerte innecesaria de Bolaño y la necesaria defunción de muchos otros. Hay un problema de comunicación. Ya lo he dicho: a quién le importe el cómo nos decimos las cosas, que confiese todos sus pecados y que no piense que va a doler porque, en efecto, no tendrá ninguna estructura fisiológica para sentir ningún dolor. Y dé su paso al frente. Si he de hablar de comunicación, entonces he de pensar en qué haré para hacer llegar estas ideas a todos los destinatarios posibles. Siempre hay peros, y el invitado de honor en esta oportunidad reza así: pero, ¿no será una fútil esperanza creer que todos los destinatarios posibles en verdad comprenderán y asimilarán lo que digo? Digo que lo digo, porque si no dijera que lo digo estaría dejando de decir que intento decir algo realmente digno de ser dicho. Y en verdad es una incertidumbre que no se queda quieta; se dedica a joderle a uno la existencia, rapiñando la tranquilidad de haber vomitado las ideas y los pensamientos. Con algún Alguien muy cercano hemos conversado largamente respecto al tema, en varias y variadas ocasiones. Nos entendemos perfectamente, él y yo (salvo cuando él desenvaina vocablos que no conozco). Pero sabemos —y he aquí nuestra secreta complicidad y nuestro cargo de conciencia— que si otro Alguien que no haya sido atravesado y consumido enteramente por nuestro sistema de convivencia (en el que, evidentemente, participan unos pocos Álguienes más) intenta ingresar en esta especie de confraternidad tribal, la reacción inmediata, si no es de total desconcierto, será de rechazo o, en el mejor de los casos, de interés zoológico; en nuestro medio y en otros ambientes un poco más alejados de nuestra circunscripción, es muy frecuente que se nos considere como bichos de terrario o especímenes exóticos, exclusividades de viejos excéntricos. Tal desolador panorama puede tener origen tanto en nuestra incapacidad de comunicarnos adecuadamente al momento de emitir nuestro discurso, como en el deseo del receptor de bloquear e impedir que tal discurso llegue hasta sus centros procesadores de última generación. Si todo esto es un problema de comunicación, si ambas partes estamos cayendo al inconmensurable vacío de un hoyo de golf, ¿por qué no hacemos algo en conjunto? ¿Por qué no enseñarle a las sardinas a nadar contra la corriente del río, a ver a los osos y a los otros depredadores? ¿Por qué no enseñarle a los salmones a desovar en el mar, por qué no invitarlos a sentirse encerrados en una lata de conserva?
Ahora bien, estos indios miserables, estas sardinas. Dejo la frase inconclusa a propósito de su miseria, de mi miserable actitud peyorativa. Resulta evidente que esto no es un ataque contra los pueblos indígenas de ningún lugar, y me perdonen las etnias aborígenes de este planeta por la herejía que supone utilizar tal denominación, aunque sea metafóricamente, para nombrar a esta raza de corderos encabritados y chúcaros. Las manos del pastor están tan presentes sobre sus cabezas, acariciándolos, sobándoles sus papadas lanudas y sus cuellos montañosos, que no son capaces de verlas sobre sus ojos, que es donde realmente les interesa estar. He citado, redundantemente, una cita que me causó una reacción en cadena. Al leer algo como Las venas abiertas de América Latina uno puede esperar cualquier cosa; la reacción en cadena se desmembra al momento de conjeturar algo más que la idea de una historia no contada, una historia que nos fue arrebatada por manos que nos soban el lomo y la papada. Nosotros, los que excavamos las grietas; nosotros, los que edificamos murallas a nuestro alrededor; nosotros, que nos incomunicamos para comunicar; nosotros somos tan víctimas de esta contemporaneidad como cualquier otro. Esos son los azotes que de pronto tienden a invadir la retina y a justificar este movimiento subrepticio de revolución intelectual. Porque, digámoslo con virulencia, es imposible no tener esperanzas. Claro está que para con algunos elementos el diagnóstico es lapidario, y son esos individuos que ni con cajones de vidrio estarían dispuestos a dejar ese camino fácil y despreocupado. Pero es imposible no tener esperanzas, pues cuando uno se siente algo más que una simple tuerca del mundo, todo puede ser posible: es cosa de abrir un poco los ojos. No creo que importe si somos pseudointelectuales, intelectualoides, pseudointelectualoides o gente común y silvestre, de esa que hasta se deja caer desde las ramas altas de los árboles. Alguien dijo por ahí que si carecemos de identidad es porque hemos dejado que nuestra identidad esté en los ojos del otro. Porque al quedar ciegos (recordemos, hay una mano que nos cubre) hemos cerrado los ojos en vez de volverlos hacia nosotros mismos. Es ahí cuando nos volvemos indios miserables, de aquellos a los que las manos del colono buscaban incesantemente para ahogarlo en el sistema de producción del latifundio, para exprimir todas sus fuerzas, para agotar su existencia. Porque nuestra miseria es el silencio que nos calla.
En este momento las sardinas y los salmones son un simple pretexto. Sigo intentando hilar estas ideas y sólo resultan espirales. Recuerdo aquellas caricaturas en que los locos aparecían con un espiral en cada ojo, evidenciando su estado. ¿Será que durante todo este tiempo nos ha sido negado el derecho a la demencia? Me cansaré de gritar en el vacío, pero no me cansaré de gritar. ¡Que hablen los poetas muertos! ¡Que nos ayuden a recuperar la conciencia perdida! ¡Que despierten de su modorra y nos despierten!
Al reconocerme salmón sólo aludo a que el mundo está lleno de sardinas. El problema no son las sardinas, sino los depredadores de sardinas. Los hay naturales, en efecto, pero hay embarcaciones factoría que surcan este océano de probabilidades en que nos encontramos, aquellos que procesan sardinas en masa y las enlatan y llevan a las estanterías de los supermercados para dejarlas en exhibición. ¿Quiénes son esas sardinas que, luego de años en que nadie ha mirado el fondo del mar para rescatarlas, se muestran derrotadas cuando se las rescata desde el fondo de una lata de conservas? Al reconocerme salmón no pretendo nada más que armar un escenario que me dé la oportunidad de decir algunas cosas. No dejaré de ser quien soy si lo hago. Y eso es lo que me importa: nada de ríos ni aguas dulces, ni osos predadores ni huevos que dejar en lo alto de los cauces, pues todo viene desde arriba. Hasta los dioses vienen desde arriba. Pero esas creencias populares sólo otorgan autoría a la tarea de la continua creación y destrucción del mundo, no la dignifican. Y esto no porque no quieran hacerlo, sino porque no es su objetivo. No discutiré ahora tales propósitos, pero sí dejaré abierta la puerta para que algún otro salmón desove aquí. Y si es una sardina, me olvidaré de la existencia del resto del mundo e iremos juntos a tomar café a la esquina más próxima.
Que todo venga desde lo alto no significa nada. Las palabras, los ejes fundamentales de nuestra coexistencia no vienen precisamente desde arriba. Vienen desde dentro. Y ése es el problema: la estupidez, el silencio, el estoicismo, todos vienen desde dentro. Hay algo, entonces, que ha empezado a pudrirse, y no es el cielo, porque el cielo está arriba. Es aquello que no vemos porque está dentro, porque estamos ciegos, porque hemos decidido no voltear los ojos; hemos decidido seguir mirando la palma de la mano que nos soba el lomo y la papada, la mano que nos mantiene quietos, que nos inocula el silencio. Hemos decidido esperar, pacientemente, un tren que nos lleve a ninguna parte.
[24 agosto 2003]